Bajamos desde las montañas descalzos, corriendo, viéndonos vulnerables ante las espinas y las piedras filosas del camino. Traemos mochilas cargadas de derrotas y frustraciones, pero, dispuestos a renacer, las enterramos para que florescan la próxima primavera.Es prácticamente imposible que no salgamos heridos, pero el dolor es dulce y nos hace seguir adelante. No somos muchos. No se imaginen grandes tropas ni mucho mas. Nuestras balas no matan, ni es negra nuestra pólvora. Atacamos con palabras y colores y no hay blindaje en el mundo que estas municiones no penetren.Nuestra sonrisa, imborrable, es regalo del sol y representa nuestra alianza con los astros, guias y compañeros en el camino y es ella también nuestra arma letal. Porque es mas que sabido que nada, ni nadie puede derrotar a un ejercito de amantes sonrientes.
Las Plazas
La partida se ve difícil. Pensaran que soy fanático del ajedrez, pero es solo un gusto que me doy ante tan excelente juego. Mi ejercito negro se ve muy disminuido: Rey, un alfil, algunos peones, una torre y la reina. No, ya no. Mi desconocido rival acribillo a mi soberana. Uno va a las plazas y juega con cualquiera que este libre, esto hace que hoy te enfrentes con tu primo, un perfecto nadie, casi dueño de una verdulería, que encuentra en el juego su única escapatoria de una condenable rutina diaria, con hijos, mujer, perro un auto, que pasa mas tiempo roto que andando. O quizás te encuentres intentando fracturar una inexplicable defensa armada por el campeón metropolitano o hasta quizá el sudamericano, si es que pasa por acá y no le molesta limpiar un poco los grises bancos de cemento llenos de excremento de paloma. Pero yo se que este hombre no era campeón de nada, por lo menos no de ajedrez. Uno, aunque no conozca a todos, siempre algo se entera. El tenia una forma muy refinada de jugar. Desde el momento en que ordenaba las piezas para comenzar al partida, la forma de sujetar los peones solo con las yemas de los dedos, como quien no quiere reventarlos, hasta la forma de sentenciar al adversario con una voz baja y risueña. Cada vez menos piezas, jugadas acotadas y no se le borraba la sonrisa en la cara. Una gota de sudor bajaba, fría, por mi pecho. Dos movimientos y ¡Jaque!. Lo miré con placer. Pareció gustarle. La mueca de alegría era cada vez mas grande y es obvio que me regalo dos o tres jugadas para verme feliz, alegre, saboreando una posible victoria. Pero enseguida, corrió un alfil, un grito de un nene en las hamacas, los aplausos por la victoria de un novato en la mesa de al lado, acomodó su reina, la luz del sol que se filtra por entre las ramas de un viejo nogal e ilumina a uno de mis maltrechos peones y ¡Jaque Mate! Mis ojos no podían entender. El se levantó y se fue sin decir nada, con la cabeza gacha, por el camino de ladrillos.
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